UN CUENTO DE NAVIDAD

Vector illustration - Christmas tree

UN CUENTO DE NAVIDAD

      Octavio Islas Sánchez

 

     Los copos de nieve caían tupidamente en esa noche invernal. La luz de la luna se reflejaba en el ancho lago que iluminaba con sus destellos plateados el hermoso y apacible pueblo. Las chimeneas de las casas vomitaban volutas de humo que al encadenarse formaban graciosas espirales.

     Desde lo alto de la colina, el marco era perfecto para una postal navideña. Era el 24 de diciembre de un año del cual no quisiera hacer referencia. En el ambiente flotaba el olor a castañas y nueces asadas. Y en los corazones, sólo había bondad y buenos deseos para recordar a Aquel que vino a redimirnos, a enseñarnos a amarnos los unos a los otros y a entregar lo mejor de nosotros mismos, aún a nuestros enemigos.

     Los cánticos de los villancicos cada vez eran más perennes y frecuentes en las pocas calles que componían ese poblado de leñadores que festejaban la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo.

     Pero no todos estaban felices ese día. El viejo Isaac, el usurero del pueblo, se encontraba aún en su tienda, contando las jugosas ganancias que había atesorado en esa época. Su rostro enjuto y macilento, más bien parecía una máscara de carnaval, por sus características buitrescas que se acentuaban al reflejo de la tenue luz de la lámpara de petróleo.

     El determinado momento, agudizó su oído al reconocer esos villancicos y cantos navideños que tanto lo habían emocionado cuando era niño y que ahora trataba de ignorar. A su mente acudieron recuerdos hermosos, con su familia, hermanos y amiguitos con quienes departió y que ahora no eran más que eso… recuerdos.

     -¡Bah!, dijo para sus adentros. Debo dejarme de sentimentalismos y pensar mejor cómo agrandar mi fortuna que tiene que ser inmensa.

      Absorto en sus pensamientos, no se percató que en el invernal cielo, repentinamente una estrella refulgía más sus destellos. Un haz dorado pareció bajar de ella y posarse suavemente en la calle del viejo Isaac, quien sintió un ligero estremecimiento que le hizo pensar incesantemente en los niños pobres del pueblo que no tendrían ningún regalo en esa noche… esa Nochebuena.

     -A mí qué me importa, si no tienen nada, que se chupen el dedo-, dijo. Un movimiento involuntario hacia la ventana le hizo ver a través de la misma, que se reflejaba la figura de un hermoso niño que le tendía sus manos, las cuales tenía heridas.

     Retrocedió espantado y abriendo desmesuradamente los ojos, se percató que era el Niño Dios que le pedía algo de lo mucho que tenía para los niños desamparados. Los cantos parecieron más hermosos que nunca y una bondadosa paz le invadió todo su interior, y lloró, y lloró arrepentido de su vida egoísta y frívola que hasta entonces había tenido.

     De pronto, empezó a hacer regalos con tarjetitas para todos los niños pobres del pueblo. Un carrito para Juanito, el hijo del invidente que se mantenía sólo de limosnas. Un caballito para Pedrito, aquel que había perdido a sus padres en un accidente. Y esta muñeca, -gritó entusiasmado-, para Mariquita, quien se encuentra paralítica desde hace dos años. La lista siguió interminable y a cada nuevo regalo, sentía más dicha en su corazón.

     El haz de luz, de pronto empezó a acusar más brillantez y volvió a su lugar de origen, perdiéndose entre el azul de aquella hermosa noche, mientras el viejo Isaac pronunciaba con voz trémula y emocionada: “GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS Y PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD”.

 

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