TIEMPO PARA UN AMADO ENEMIGO

TIEMPO PARA UN AMADO ENEMIGO
 
Por Arturo Couoh
 
ROSARITO, Baja California, El Quincenal de las Californias. – Confinado, espero el verano. Espero el calor. Que los rayos del sol disipen esta surreal escena algo parecida al “Ángel Exterminador” de Luis Buñuel.
 
La primavera aún llora como una madre que supiera que su hijo ha tomado el fusil para irse a la guerra. Es tiempo de seleccionar la música. El soundtrack ad hoc podría ser “Knocking on heaven’s door”. La versión de Dylan es muy sutil, tan suave como un vino afrutado.
 
La de Guns N´Roses quizá para beberla con cerveza o con Merlot.
 
Y para tí, ¿Quién ha sido tu amado enemigo?
 
Lo escribo después de leer las “contracrónicas” de Katia López. Su relato “Mi querido enemigo” es una perfecto pasaporte no sólo cronológico, sino también emocional.
 
Yo he tenido varios pero en ese momento a la mente me vienen dos: Alfonso Cuarón y El béisbol.
 
El primero, me respondió con una pregunta capciosa al final de una entrevista en el Festival de Cine Latino de San Diego entre 2002 o 2003, no lo recuerdo. Había sido presentada la película de “Y tu mamá también” en Hazzard Center. Yo cubría información para El Mexicano. Eras mis momentos de libertad, o de filmoterapia, por que me escapaba de la redacción de deportes, en la que me sentía como un esclavo.
 
Lo hice muchas veces. Dejaba el “Q” para irme a Kensington o a los cinemas de Hillcrest miércoles o jueves entre semana.
 
También me fui a ver muchos conciertos durante la larga temporada de Grandes Ligas, que se me hacía interminable. Me enamoré y me desenamoré en el Petco y en el Qualcomm.
 
Tuve encontronazos con Sammy Sosa en más de una ocasión, discusiones que terminaron en periodicazos contra Richard, uno de los encargados de seguridad del antiguo estadio de Los Padres.
 
Nunca creí que una nota publicada por mi humilde periódico en español sería leída por sus supervisores en Elite. A las dos semanas empezó el fútbol americano y a Richard lo mandaron a cuidar elevadores.
 
En la NFL, él y yo vivimos una gran tregua.El trato inclusive, a diferencia del béisbol, era algo diplomático. Quizá hipócrita, quizá caballeroso. Lo cierto es que Richard nunca me volvió a amedrentar. Él me llamó sólo una vez por mi nombre. Yo le llamaba casi siempre por el suyo.
 
En el ovoide el ambiente siempre fue distinto. Más relajado. No era amor por el deporte. Era fascinación por aquello que John Facenda solía describir con su áspera pero solemne voz en sus numerosos documentales. Creo que al final eso es lo único que me sigue ligando al mal llamado “cronismo”.
 
Y en cuanto al béisbol, nunca me sentí parte de ese mundo a pesar de llegar a Grandes Ligas sin haber pasado ni siquiera por cubrir la municipal ni los campeonatos amateurs que tanta polémica levantan, y más ahora que me he convertido en un paria, pero reconozco que desde noviembre me volví un paria feliz y liberado, a pesar del confinamiento en casa, que me invita a imaginar.
 
Acepto que a pesar de que acabé aborreciendo todo aquello que huele a Grandes Ligas, pude comprar mi primera cámara digital una cybershot con mi primer cheque que cobre al redactar un artículo sobre Wil Villatoro.
 
Villatoro fue el primer salvadoreño detectado por una organización de Grandes Ligas. Mucha de la información llegó de Kevin Towers, el gerente de los Padres, a quien le reconozco que junto con Billy Bean también fue un genio del moneyball: aspirar a mucho con poco.
 
Ese mismo año pude vender otra nota: un perfil biográfico sobre Héctor “la malita” Torres y ese dinero fue parte del enganche para mi primer carro, aunque seminuevo, comprado en agencia: un Ford Escort 97, que todavía corre.
 
Con la NFL siempre tuve una tregua que me llevó al Super Bowl, pero ese es otro capítulo.
 
En la trinchera enemiga, para cumplir con la cuota que nos exigía “La Voz” de las siete notas, tenía que completar con un artículo o columna de opinión que solía dejar fuera como el 80 por ciento del material redactado.
 
No existían los blogs ni las redes como ahora. No había tanta independencia editorial. Hubiera sido grandioso contar con esos recursos y una buena edición digital en Editorial Kino para poder darle un revés al sistema autoritario y déspota de nuestro aparente “coordinador”.
 
Pero mi vida cambió en 2008, no sin antes haber escrito la columna “Círculo de Espera”, en la que tenía que ponerme la máscara de hombre feliz y el disfraz de experto para hacer mis críticas y análisis de un ambiente que me causaba prurito.
 
A pesar de todo Kevin Towers a quien muchos criticamos en su momento, siempre se portó amable. Lo mismo la directiva, desde el Tigre Glenn hasta Warren.
 
Nunca supe por qué no podía embonar a pesar de pasar tanto tiempo en el palco y fuera de casa. Lo mismo ha sucedido en el deporte. Cuando me preguntan si me apasiona le digo a la gente que sí: “me apasiona tanto como a Cristo al cargar la cruz. Ser periodista deportivo para mi siempre fue un verdadero calvario”.
 
La gente se queda perpleja y yo empiezo a reír…
 
Hubo momentos conciliadores, lo reconozco, como aquellos en los que Homobono Briceño me llevó hasta la cabina de transmisiones de los St Louis Cardinals y me presentó a Al Hrabowski. Fue una entrevista agradable. Briceño me dio pauta para las preguntas y el material. Hrabowski me obsequió una tarjeta autografiada, a pesar de que a los periodistas se les tenía y tiene prohibido solicitar firmas de memorabilia. Fue un gesto agradable del “Húngaro Loco”.
 
Muchos me preguntan si entrevisté y conocí a Beto Ávila. Lo hice en 2000 ó 2001. Creo tener por ahí el cassette. No me sentía sorprendido.
 
Estuve tan acostumbrado a las humillaciones y a la soberbia tanto en el Clubhouse como en la redacción. Wally Joyner, Chris Gómez, Trevor Hoffman, y …Fausto ¡Ahh Fausto!.
 
Al final, pasó con él, lo que en la obra de Alighieri: los favores pedidos al diablo, acabaron por convertirse en Karma.
 
Lo irónico: Rickey Henderson fue el único que se portó “decente” el día de su hit 3 mil. Cuando le hablé de los Mayos de Navojoa, al final de su conferencia, sonrió.
 
Pude haber viajado a la serie mundial de 2004 y ver campeones a los Red Sox, pero un capricho del editor que nunca estaba presente en la oficina, provocó que cancelase la solicitud de acreditación ya aprobada.
 
Lo mismo sucedió con los Panamericanos de Río de Janeiro en 2007.
 
Eso fue suficiente para que dijera: “Hasta aquí, ya no más”.
 
Llegaron otros capítulos. Algunos agradables otros estresantes. Pero sólo recuerdo esto: el último día que vi a Kevin Towers ya no estaba en los Padres, se había ido a Arizona. Me topé con él en el Aeropuerto de Filadelfia, salía yo rumbo a Amsterdam.
 
El flamante ex gerente ahora encargado de scouteo de los D-backs regresaba a la Costa Oeste. Me miró y me reconoció. Fue un saludo de sana distancia. Towers fallecería años después.
 
Todos me preguntaban: ¿por qué sigues si no te gusta el deporte? Todos los días cuando me levantaba, imaginaba algo: no me veía como un supuesto “cronista”. Me imaginaba como un corredor de bolsa, un businessman o un broker de Wall Street.
 
“It’s just a business. Only a business”, repetía en mi mente sin cesar. A veces vamos a pelear, a veces a discutir. Siempre a aguantar vara. Dio resultado, aunque también hubo humillaciones hasta por una silla.
 
Pasaron 11 años entre reuniones y más reuniones, estadios, campos, redacciones, hoteles y aeropuertos. Computadora, teléfono, cámara y pasaporte siempre en mano. No había tiempos para comer en familia, para brindar o asistir a una fiesta.
 
Mis noviazgos fueron eclipsados por los Juegos centroamericanos, por los Panamericanos o por la ya extinta Olimpiada Nacional. Una tarde de junio de 2015 regresé a Tijuana. Ya no tenía novia. Gabriela me había olvidado.
 
Luchamos incansablemente por recuperar el tiempo, pero los Juegos Binacionales y las reuniones volvieron a interponerse.
 
Cuando más harto estaba, intempestivamente llegó una crisis familiar que sólo pude solventar gracias a un viaje a Argentina. Crucé el Río de la Plata. Regresé al norte de México, quise limar asperezas con una íntima enemiga. Estuvimos tan cerca de vivir algo grandioso pero se atravesó de nuevo la tristemente célebre Olimpiada Nacional.
 
La tregua duró poco. Regresé a Sudamérica en tres ocasiones, conocí a Renata: mitad entrerriana, mitad guaraní. Un corazón italiano, abatido hoy en día y que llora por todo.
 
La Ilusión me flechó en Paraná mucho antes de este tiempo de sana distancia. La hemos guardado, sin saber qué pueda o que no pueda pasar.
 
Todo fue por un par de alfajores y un par de empanadas con lasaña de pescado de río. Esa lasagna ya no la he vuelto a probar. Sin el candor de sus manos en la pasta, cualquiera otra se volvió insípida. Hoy descanso, pero mi relación con el béisbol sigue siendo un fantasma…

También te puede gustar